El amor misericordioso de Jesús

Jesús nos ama con un amor
absolutamente misericordioso

Nuestros pecados no impiden a Jesús amarnos infinitamente

Como Teresita, y en su escuela, Van también comprendió que nuestros pecados no impiden a Jesús amarnos infinitamente.

Van lo comprendió particularmente bien en la gran visión con la que Jesús le obsequió en un atardecer de junio de 1945.

Después de haberle manifestado, como lo hemos visto antes, la bondad de su mirada, Jesús le mostró la muchedumbre inmensa de aquellos y aquellas que lo rechazaban: niños y adultos de todas condiciones se adelantaban hacia Él y recogían piedras para tirarlas violentamente contra su divino cuerpo.

Pero en la tercera parte de la visión, se reveló Jesús a Van con toda su Misericordia:

«Entre los insultos, guardaba Jesús un rostro lleno de bondad y miraba esta muchedumbre con amor, con un inmenso amor. Al verlos persistir en su actitud loca, tuvo compasión de ellos y dejó caer sus lágrimas, una a una, sobre su pecho. Yo lloraba con Él, y sentí en el corazón un dolor capaz de matarme. Pero al contemplar la ternura de su mirada, me sentía consolado» (Aut. 838-839).

Jesús tiene debilidad por los débiles

Sí, lo propio del amor es abajarse, diría Teresita, Jesús gusta de manifestarnos la profundidad y la fidelidad de su Amor en medio de nuestras frecuentes cobardías. Cabe incluso decir que tiene una debilidad por los débiles. Por eso le gusta hacerles descubrir, de manera particular, la ternura infinita de su Corazón.

Mismo descubrimiento de Teresita

Por esta misma razón, Teresita sentía una especie de santo celo hacia María Magdalena. Suplicaba a Maurice Bellière, su querido hermanito, que tomase ejemplo de ella: en vez de dar vueltas sin cesar al recuerdo de sus faltas, sería mejor que imitara su amoroso atrevimiento:

«Su corazón ha comprendido los abismos de amor y misericordia del Corazón de Jesús, y que por más pecadora que sea, este Corazón de amor no sólo está dispuesto a perdonarla, sino también a prodigarla los favores de su intimidad divina, a elevarla hasta las más altas cumbres de la contemplación» (Cartas, 220, del 21 de junio de 1897).

Por eso, Teresita no se afligía al descubrir cada vez más la debilidad innata de su alma:

«No soy más que una niña, impotente y débil, -escribía un año antes de su muerte-, sin embargo, es precisamente esta debilidad mía la que me inspira la audacia de ofrecerme como víctima a tu amor, oh Jesús […].  En efecto -prosigue Teresita-, para que el Amor quede plenamente satisfecho, es preciso que se abaje hasta la nada, y que transforme en fuego esta nada» (Historia de un alma, Ms B, Capítulo IX, 3 v).

Teresita no esperó el final de su vida para probar la alegría que se siente al reconocer su debilidad. Ya, en julio de 1890, con diez y siete años, escribe a su prima Marie Guérin, encerrada en una crisis de escrúpulos:

«Te equivocas, querida mía, si crees que tu Teresita marcha siempre con ardor por el camino de la virtud. Ella es débil, muy débil, cada día adquiere una nueva experiencia de ello; pero María, Jesús se complace en enseñarle, como a San Pablo, la ciencia de gloriarse en sus incapacidades. Esta es una gran gracia, y pido a Jesús que te la enseñe, pues solamente así se haya la paz y el descanso del corazón. Cuando una se ve tan miserable, ya no quiere preocuparse de sí misma, y sólo mira a su único Amado» (Cartas, 109, a Marie Guérin, de julio de 1890).

Van se presenta a Jesús con toda su debilidad

Es la misma confianza que habita el corazón de Van. Ha comprendido que, presentándose ante Jesús con toda su debilidad, despierta mejor su ternura. Jesús está como fascinado ante la mirada suplicante de una ovejita que grita hacia Él su desamparo:

«¡Oh Jesús, que yo reconozca mi debilidad! No hay en ello nada extraordinario: en efecto ya conoces el estado de mi alma. Sin embargo, mi confianza dista mucho de ser débil. Bien sé que sólo la confianza es capaz de atraer a mí tu Corazón… Oh Jesús, soy muy miserable, ¿verdad? Cuando pienso en mis flaquezas, este pensamiento no puede más que impulsarme al desánimo. Sin embargo, algo me consuela: con una simple mirada dirigida a tu amor, puedo fascinarte y deslumbrarte. Miro, pues, tu amor, me confío en tu amor, estoy seguro de que jamás me abandonará tu amor, y tampoco jamás se pondrá triste por mis flaquezas» (Col. 298-299).

«A veces, al pensar en mi suerte, me siento presa del temor y no sé cómo defenderme contra este sentimiento. No tengo más que un único medio que me indicó mi hermana Teresita, y que consiste en acudir a ocultarme a la sombra del amor, a confiarlo todo al amor. Sí, sí, actuando así, me entrego al amor, y estoy convencido de que jamás se negará el amor en acoger la mirada de una pobre alma débil como la mía, pues encuentra condensados en esta mirada todo el amor y toda la confianza de que es capaz mi corazón. Así, pues, oh Jesús, dígnate aceptar esta mirada de mi debilidad» (Col. 299-300).

El mismo Jesús confirma a Van en esta confianza.

«Van, la mirada de tu debilidad es aún más potente que la mía. Sí, una sola mirada de tu debilidad basta para encantar mi amor y atraer mi corazón hasta ti» (Col. 374).

Entregar la debilidad a María

El 9 de mayo de 1946, Van se enfadó con los hermanos que se preparaban para el sacerdocio, y que se permitieron ensuciar un suelo que acababa de lavar. Ha soltado una palabra dura al hermano Mach, y confía a Jesús su pena por «no haber cogido esta flor para ofrecérsela a María». Jesús le pide que entregue su debilidad a María:

«¡Ah!, ¿estás triste? –le contesta Jesús-. ¿No te acordabas que eres muy débil? ¡Basta, hermanito! No te entristezcas más. Si tú estás triste, lo estará aún más María, pues te pones así por no haber sabido coger esta flor para ofrecérsela a Ella. Ofrécele tu debilidad con alegría, será mejor. Bien sabe María que eres muy débil, que ni siquiera tienes la fuerza de coger una flor espiritual. Por eso, aceptará tu debilidad con más alegría que una hermosa flor que la pudieras ofrecer. Hermanito, ¡esto es la pobreza! De esta manera María te amará más. ¿Lo crees? Pasa lo mismo conmigo. Te amo más porque eres más débil, más miserable, hasta diría más pobre. Te amo así para que no te entristezcas más.

– Pero, -objeta Van-: he apenado a mis hermanos.

¡Pues mejor!, – le contesta Jesús-. Tus hermanos religiosos se darán cuenta mejor que no tienes ninguna virtud, que una nadería basta para hacerte perder la paciencia; y así, les muestras tu suma debilidad […]. Porque reconoces que eres débil, y porque incluso los otros te consideran así, te amo doblemente. Así de favorecido, ¿qué más puedes querer?… No te entristezcas más. Ofrece esta debilidad a María, o bien déjame a mí que se la ofrezca por ti» (Col. 641-642).  

Creería uno oír a Teresita confiando a la Madre Inés, en las últimas semanas de su vida, el modo cómo convertía en alegría la tristeza que le causó una de sus flaquezas:

«También yo tengo debilidades, Pero me alegro de ello. Tampoco yo supero siempre las naderías de la tierra; por ejemplo, me siento contrariada por una tontería que he dicho o hecho. Entonces entro dentro de mí misma y me digo: ¡Ay! ¡Me encuentro todavía en el mismo peldaño de antes! Pero me digo esto con gran dulzura y sin tristeza. ¡Es tan dulce sentirse débil y pequeña!» (Cuaderno Amarillo, 5.7.1).

Dos días antes, incluso le había dicho:

«Cuando he cometido alguna falta que me entristece, sé bien que esta tristeza es la consecuencia de mi infidelidad. Pero ¿crees que me quedo así? ¡Oh, no! ¡No soy tan tonta! Me apresuro a decirle a Dios: «Dios mío, sé que he merecido este sentimiento de tristeza, pero déjame que, a pesar de todo, os lo ofrezca, como una prueba que amorosamente me enviáis. Lamento mi pecado, pero me alegro de poder ofreceros este sufrimiento» (Cuaderno Amarillo, 3.7.2).

Van necesitaba esta enseñanza, ya que tenía, como Teresita, una penosa propensión a preocuparse exageradamente por sus debilidades. Recordarán que, en octubre de 1891, el padre Alexis Prou había declarado a Teresita que sus faltas «no desagradaban a Dios», y que no debía frenar su deseo de navegar «a toda vela por las olas de la confianza y del amor» (Historia de un alma, Ms A, 80 v). Esta es la misma confianza que Jesús pide vivir a Van después de sus fallos.

«A mis ojos son -le dijo- como granitos de polvo que empañan un poco tu alma, pero que desparecen totalmente en cuanto pasan por el fuego de mi amor. Por eso te he dicho que “el alma que arde interiormente con el fuego de mi amor se encuentra siempre a mis ojos de un blanco puro» (Col. 33).

«No siendo pecados, tus flaquezas no pueden contristarme en nada.

Dado que sigues siendo siempre una pobre almita, ¿cómo podrías evitar toda flaqueza? […] Tus flaquezas son para ti un motivo de mayor confianza en mí, lo que hace nuestra unión aún más estrecha. ¿Qué te enseñó hace tiempo tu hermana Teresita? ¿Es que ya lo has olvidado todo? ¡Es desesperante! Pero también mejor, pues lo que has olvidado, yo estoy siempre presente para recordártelo, y así puedes ir aprendiendo constantemente una lección nueva ¿Qué felicidad puede compararse con la tuya?» (Col. 385-386).

Van no debe entristecerse por sus reincidencias:
el mismo Jesús no está triste por ellas

«Lo único que me entristece, -le repite muchas veces-, es cuando te veo triste. ¿Cuándo te veo alegre, cómo podría estar triste? Permanece pues siempre alegre. Sólo una de tus alegrías basta para consolarme mucho» (Col. 33).

«Tus debilidades, distan mucho de apagar en tu corazón el fuego del amor, al contrario, sólo lo avivan más, como ya te lo enseñó tu hermana Santa Teresita. Además, si te dejo estas debilidades, es porque no quiero que en nada seas superior a tus hermanos religiosos» (Col. 118-119).

Los escrúpulos de Van

El cuatro de mayo de 1946, María reprocha a Van el no haber conseguido quitarse del todo sus escrúpulos. Es una telaraña que aún estorba en su casa. No deja su padre espiritual de recordarle el esfuerzo que debe hacer para conseguirlo. Por eso María pide a Jesús y a Teresita que le ayuden a hacer la limpieza de su cuarto, ¡para que por fin pueda respirar a pleno pulmón! (cfr. Col. 590).

Pero, si aún le ocurre que llegue a turbarse, ¡que no se turbe por haberse turbado!… Está inquietud no es sino una nueva manifestación de su debilidad. Siempre que esté turbado, aunque sea solamente un instante de respiración, que ofrezca esta turbación en sacrificio. Satanás se encuentra así defraudado de una victoria que quería ganar; él mismo paga los cristales rotos. No consiguió instalar la inquietud en el alma del hermano pequeño de Jesús (cfr. Col. 595-596).

La conversión de un masón
le une también a Teresita

La conversión in extremis de un masón contribuyó a aumentar en el alma de Van la certeza de que nunca había que desesperar de la salvación de los mayores pecadores. El Doctor Le Roy Des Barre, gran bienhechor de la comunidad de los Redentoristas en Hanoï, había abandonado desde hacía mucho la Iglesia. Ya gravemente enfermo se negaba de modo categórico a recibir los últimos sacramentos.

En plena noche, Van se siente impulsado a rezar por él. Se levanta, y a pesar de una tremenda sed, se obliga a no beber nada y a prolongar su oración de intercesión. De madrugada se entera de que el doctor ha expirado a eso de la doce, una hora después del principio de su oración.

«El doctor está salvado», piensa. Para saber con certeza a qué atenerse, pide a Jesús que le dé un signo: que se confiese y comulgue su padre en el transcurso del año.

Y ocurre, que tres días más tarde alguien de su pueblo viene a decirle que ya está hecho: su padre cumplió con la Iglesia y ahora vive como un buen cristiano. Van sube de nuevo a su habitación y se echa al pie de su crucifijo. El Doctor Le Roy está salvado. Siente una alegría semejante a la que experimentó Teresita el 1 de septiembre de 1887, al enterarse por el periódico de la conversión de Pranzini. Él también acaba de recibir un signo, el mismo que había pedido a Jesús. Recordándole ese acontecimiento, le dirá Jesús más tarde:

«Basta una simple mirada de confianza dirigida a mí para arrancar a las almas pecadoras de las garras del demonio. Aun cuando ya se encuentra un alma en las puertas del infierno, esperando el último aliento para caer en él, si en este último aliento hay el menor grado de confianza en mi Amor infinito eso será suficiente para que mi Amor atraiga a esta alma a los brazos de la Trinidad. Por eso te digo que puede ser mucho más fácil para los hombres subir al cielo que caer en el infierno, algo infinitamente difícil, pues el Amor jamás puede soportar que un alma se pierda tan fácilmente» (Col. 650).

El Buen Ladrón que robó a Jesús el paraíso

Confianza sí, quietismo no

Pero esta suma confianza en la Misericordia de Dios no debe nunca degenerar en quietismo. Por eso, continua Jesús: «Esto que te digo hoy no debe ser manifestado indistintamente a todas las almas». En efecto, algunas almas podrían encontrar en ellas un pretexto para endurecerse en el mal.

Pensaría uno oír aquí la advertencia dada por Teresita a sor María de la Trinidad, un día en que su novicia le exponía su propósito de proponer el «Pequeño Camino» a sus padres:

«Tenga mucho cuidado al explicarse, le dijo Teresita, pues nuestro “Pequeño Camino” mal entendido podría ser tomado por quietismo o iluminismo» («Soeur Marie de la Trinite, Une novice de Sainte Therese», Ed. CERF, 1993, p. 22.).

Dicho esto, sin embargo, los hombres, incluso los mayores pecadores, no tendrán nunca demasiada confianza en la Misericordia del Señor. Es una verdad que Jesús no cesa de repetir a Van:

«Marcelo, Marcelo, hermanito, reza para que las almas pecadoras, tan numerosas, no pierdan nunca la confianza: el Reino de los Cielos no cesa verdaderamente de pertenecerles» (Col. 648).

Y, dirigiéndose a las almas pecadoras, les dice:

«Aun cuando vuestra miseria sea infinita, debéis creer, pese a ella, que mis méritos también son infinitos. Aun cuando vuestros pecados merecieran el infierno infinitas veces, no debéis por eso perder la confianza en mi Amor […]. No hay absolutamente nada que ofenda a mi Amor, excepto la falta de confianza en mi Amor» (Col. 647).

Amor Misericordioso de Jesús