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El amor absolutamente gratuito de Jesús
Jesús nos ama siempre el primero. Nos ama también mientras nos hayamos sumergidos en el sueño. Nos ama en ese momento, como seres únicos e irrepetibles, no dejando de crearnos, con toda su ternura, durante toda la noche. No espera que podamos abrir los ojos para sonreírnos.
El pequeño Van sintió muchas veces la realidad de esta mirada de Jesús fija en él.
Una noche de junio de 1945, mientras la Segunda Guerra Mundial llegaba a su fin, Van adora al Santísimo Sacramento con su comunidad. De repente, durante la bendición, Jesús se manifiesta a él:
«Vi a Jesús, viniendo desde lejos, andando hacia mí. Venía con su rostro sereno, lleno de extrema dulzura. Su pelo largo le caía sobre los hombros. Lo que me conmovió sobre todo fue la bondad de su mirada […], que reflejaba el amor infinito de su corazón» (Aut. 836).
«Y pienso que sólo una de sus miradas bastaría para hacer caer en éxtasis a todos los hombres […]. Llevaba un largo vestido claro, un cinturón y un manto rojo […]. Jesús se puso a mí lado, y entonces me vi convertido en un niño pequeño de unos dos años. No tuve ni tiempo de extrañarme, se sentó en un zócalo de piedra, me tomó en brazos y me estrechó contra su corazón» (Aut. 837).
Teresita, a pesar de no haber disfrutado semejante aparición, vivió en la alegría de saberse mirada constantemente por Jesús. La mirada de Jesús, ya es el “Cielo en la tierra” (Poesías, 20).
Siendo aún niña, relata Santa Teresita, al admirar una puesta de sol a la altura de Trouville,«tomé la resolución de no alejar nunca mi alma de la mirada de Jesús, para que navegase en paz hacia la patria del Cielo» (Historia de un alma, Ms A, Capítulo 2, 22 r).
Lo repetirá otra vez Teresita cuando llegue la noche a su alma. En un poema eucarístico de junio de 1896 titulado Mi cielo, ¡canta su alegría de vivir ya desde la tierra bajo esta mirada!
«La mirada de mi Dios, su maravillosa sonrisa. Este es mi cielo para mí» (Poesías, 32, 1).
El 30 de diciembre de 1945, Van, (que ya ha tomado el hábito el 8 de septiembre), oye a Jesús anunciarle que habrá de conocer más tarde un sufrimiento muy particular:
«Sólo el hecho de oír pronunciar mi nombre, el nombre de María y de los santos, por ejemplo, el de tu hermana Teresita, bastará para que tus ojos derramen un mar de lágrimas. Entonces desearás, si fuera posible, no haber conocido nunca estos nombres» (Aut. 212).
Pero Jesús no quiere que se asuste:
«Jamás me aparto de ti: mi mirada siempre está fija en ti» (Col. 211).
Efectivamente, Van ve a menudo la sonrisa que Jesús fija en él. Cada vez, es un maravilloso momento de felicidad. Un día del mes de mayo de 1949, encuentra a Jesús en la galería del noviciado, apretando entre sus brazos su ramo de flores. «Me parecía amable hasta el punto de sumirme en éxtasis. Me encontraba en el colmo de la felicidad». (Aut. 837). Van no pudo evitar exclamar:
«Oh Jesús…, ahora me sonríes.
¡Qué encantadores son tus labios,
y tu mirada cautivadora!
¿Por qué me sonríes así?» (Cuad. 10, 1).
Se precipita para abrazarle. Pero de repente desaparece Jesús.
Gracias a estos encuentros repetidos con Jesús y su sonrisa, Van vive los acontecimientos más anodinos de su existencia bajo su amante mirada. Él sabe que Jesús se interesa por todo lo que vive. Por eso vemos a Van contándole las mil y una peripecias de sus jornadas.
«Pequeño Jesús, al mediodía he comido muy bien. Te lo agradezco. En este momento, mi mareo ha disminuido un poco. Es menos fuerte que esta mañana» (Col. 490).
«Pequeño Jesús, el hermano Agustín tiene sandalias nuevas, yo tengo sandalias muy gastadas, ¡y tú no me das unas nuevas! Me parece que mimas más a Agustín que a mí» (Col. 611).
Otra noche, Van se queja a Jesús de que le dieron una sotana demasiado estrecha y camisas demasiado pequeñas (Col. 449). Tampoco le gustan las camisas marrones y, pese a su deseo de ingresar en el Carmelo, no le habría gustado llevar hábitos de este color. En la niñez, hasta se le ocurrió desgarrar un pantalón muy hermoso de color marrón que le había confeccionado su madre. Sólo le gustaba llevar ropa blanca (Col. 459).
Van sabe muy bien que no aburre a Jesús al hablarle de todas estas menudencias. Jesús se interesa por todo. ¿Le sacaron una muela? «Está muy bien, -le dice Jesús-. Tu boca está ahora un poco mejor» (Col. 446). Si está cansado, Jesús se da cuenta, y le dice que deje de escribir los mensajes que le está dando.
«Vamos, hermanito, sonríeme amablemente, deja la pluma y conténtate con escucharme y conversar conmigo. Aun cuando no puedas escribir, voy a seguir hablando contigo» (Col. 444).
Van comprende realmente que Jesús se complace en inclinarse hacia él, y besarle:
«Niño mío, te tomo en mis brazos, te alzo hasta mis labios, y te beso. Al ver tu alma ardiendo de amor por mí, me siento fuera de mí, y mi único deseo es ver muchas almas amándome tanto como tú» (Col. 14).
«Sin embargo, Jesús no pone en los besos que nos da en este mundo todo el amor que le consume el Corazón. ¡Si lo hiciera, nos moriríamos de felicidad!» (Col. 40).
A pesar de eso:
«El amor que tiene por cada uno de nosotros en este mundo, “no tiene límites”» (Col. 199).
Es, pues, una gran lástima, anota Van, que tantas almas le tengan miedo.
«Sí, -le dice Jesús-, es muy extraño. No comprendo por qué muchas almas me tienen tanto miedo. Ni siquiera se atreven a abrir la boca para dirigirme una palabra amistosa. Sin embargo, me comporto con estas almas lo mismo que contigo. Pero ellas no quieren escuchar mis palabras, ni recibir mis besos. Si se sirviesen de la mirada de la fe para sondear la profundidad de mi amor, seguro que su temor desaparecería» (Col. 224).
Está claro, que, igual que Teresita, su pequeño discípulo vietnamita creía con toda el alma en el amor absolutamente gratuito de Jesús por cada uno de sus hijos. Él vivía esta fe con un espíritu de infancia particularmente desarrollado, que Teresita no dejaba de inculcarle en los numerosos coloquios que tenía con él.
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