El amor mendigo de Jesús

El amor de mendigo de Jesús

El Señor nos ama gratuitamente. Mucho antes de que existiéramos, ya nos amaba, y cuando le damos la espalda, sigue amándonos. Está siempre dispuesto a perdonarnos todas nuestras infidelidades. Su amor fiel es infinitamente misericordioso.

Pero nos ama tanto que atribuye mucho valor al amor de las pobres criaturitas que somos. No lo necesita para nada, pero sí lo reclama, lo mendiga. Teresita quedó fascinada por este aspecto de la Buena Noticia:

«He aquí todo lo que Jesús exige de nosotros. No tiene necesidad alguna de nuestras obras, sino solamente de nuestro amor. Porque ese mismo Dios que declara no tener necesidad de decirnos si tiene hambre, no duda en mendigar un poco de agua a la samaritana. Tenía sed…, pero al decir “dame de beber”, era el amor de su pobre criatura el que el Creador del universo reclamaba. Tenía sed de amor» (Historia de un alma, Ms B, 1 vº).

También Van comprendió que debía responder al Amor infinito de Jesús por él con un amor de todos los instantes. Sabe que esta magnífica posibilidad que tenemos de devolver “amor por amor” a nuestro Esposo divino es un elemento esencial del Pequeño Camino de Teresita…

Jesús le repite a menudo que su amor, por débil que sea, es muy valioso a sus ojos. De todos los regalos que se le pueda ofrecer, ¿no prefiere una mamá las pocas palabras que le dirige el más pequeño de sus hijos?: “¡Mamá, te quiero mucho!” Pasa lo mismo, -le explica Jesús- con el amor de su pequeño Van:

«Niño mío, cuanto más pequeño es tu amor por mí, tanto más le envuelve el mío en su intimidad. Supongamos que el pequeño ni siquiera sepa decir a su madre las pocas palabras que yo le atribuía antes, y que sólo pueda fijar su mirada sobre ella. Estate seguro de que recibirá entonces de su madre las señales de un cariño aún más tierno… ¡Oh, hijo mío! ¡Mi amor envuelve el tuyo! Y esto durará hasta el momento en que tu amor se pierda del todo en el mío… ¡Oh, hijo mío! Siguiendo el ejemplo del pequeño, conténtate con mirarme, y llegaré hasta el fondo de tu corazón mejor que la madre hasta el fondo del corazón de su niño. Y durante la eternidad, jamás se separará de ti mi amor, al contrario, sólo acrecentará tu felicidad eternamente» (Col. 122).

Marcelo no tiene, pues, que afligirse por ser pobre y no tener muchas virtudes. Basta que diga: «¡Jesús, te amo!», para que Jesús sea muy feliz y tenga ganas de darle muchos besos! (Col. 202).

Nicodemo descendiendo a Jesús de la cruz (Hermanas de Belén)

Para agradar al Señor no es necesario realizar obras extraordinarias, sino hacerlas con mucho amor.

«Marcelo, cuando trabajas, no es necesario que llegues a todo; basta que hagas algunas cosas, como te lo enseñó antes tu hermana Teresita: “Aun cuando durante toda una jornada no consiguieras limpiar más que el polvo de una silla, no tendrías que turbarte por ello”. No es la cantidad de trabajo la que me agrada; ya te lo dijo Teresita, y si se te ha olvidado te lo recuerdo. El deber tuyo, es amar y trabajar. Trabajar por amor a mí» (Col. 206).

A Van le gusta evocar en su diario íntimo la comparación tan querida de Teresita: ladel escondido granito de arena, pisado con descuido por los pies de los transeúntes, pero agradable infinitamente a su Creador. Sin embargo, es necesario que Van no se tome por un bosque frondoso, alfombrado con flores espléndidas, orgullo que le llevaría a su perdición y que le impediría agradar al Señor (cfr. Lib. 2, 59). Pero no se trata en absoluto de ignorar las gracias que Dios nos concedió. A Van le gusta repetir, como a Teresita.  “la humildad es la verdad”.

«El hombre humilde no invoca tal o cual motivo para ocultarse. Siempre reconoce su nada, pero, al mismo tiempo no duda en admitir que es una criatura salida de las manos de Dios y querida por su Corazón. Reconoce las gracias recibidas de Dios, lo mismo que los talentos que le fueron dados para obrar para la gloria de Dios; lo mismo que esta flor que, pese a su gran fragilidad, siempre hace bien al ostentar lo que constituye su encanto y su belleza» (Lib.2, 41).

Y aquí de nuevo, como Teresita, a Van le gusta compararse con la humilde flor silvestre que no ve nadie, que no lleva nombre especial, pero que es muy valiosa “a los ojos del amor” (Lib. 2, 41).

En efecto Van cree con toda su alma que es capaz, por sus actos de amor, de agradar a Jesús, exactamente como una esposa es la alegría de su esposo…  De esa manera acepta totalmente que Jesús le llame su «esposa»:

«Todas las almas son mis esposas, le dice Jesús. Si, ahora, te mostrara el alma de tu padre Alfonso con la de tu hermana Teresita, pero sin ninguna forma exterior, no podrías distinguir la una de la otra» (Col. 539).

¡Pero qué pena! Muchas veces los hombres rechazan este lenguaje. Así pasa con el hermano Eugenio. A Van se le encarga ir a decir a su hermano religioso:

«Si en el trato con Jesús, no se tiene los sentimientos de la esposa para con el esposo, tampoco se tiene los sentimientos del niño para con su padre, ni los del discípulo para con su maestro» (Col. 635).

En efecto, Dios es a la vez nuestro Padre, nuestro amigo, nuestro maestro y nuestro esposo. Sin esta dimensión nupcial, -prosigue Jesús-, el hombre no puede vivir verdaderamente el voto de castidad, «pues este voto obliga al alma a unirse conmigo como una verdadera esposa» (Col. 637).

Desde los principios de sus coloquios con Van, Jesús le había dicho: «Soy el esposo de tu alma» (Col. 3). Y como a Teresita, a Van también le gusta valerse de los temas del Cantar de los Cantares para expresar su búsqueda apasionada del Amado. Lo hace particularmente en dos de sus poemas: Pena de amor, del 5 de agosto de 1950, y La lejana llamada, del 17 de marzo de 1951.

Lo que Van fue percibiendo particularmente en la enseñanza de Teresita, fue la importancia que da Jesús a nuestra sonrisa. Él quiere que respondamos con frecuentes sonrisas a la sonrisa que no cesa de dirigir sobre “nosotros”. Nuestra sonrisa será expresión de la alegría de sabernos objeto de tal Amor.

«Dios mío, te ofrezco todos los bellos sueños, todas las bellas poesías… Quiero vivir como un niño que aún no sabe hablar, que aún no sabe reflexionar, que sólo sabe reír alegremente, cuando Dios, en su amor, le prodiga sus caricias» (Lib. 2, 20).

Sonrisas que tendrán tanto más valor cuanto que se las ofreceremos en plena tempestad.