Nuestra Señora de La Vang,
patrona del Vietnam
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María, Madre, refugio
y Puerta del Cielo siempre abierta
Toda la vida de Van canta la maternidad de María con acentos que remiten a aquella que él recibe con la misión de “ayudarle”: santa Teresita del Niño Jesús. En su peregrinación por la tierra, María, amada y contemplada como Madre, será para él como una «ciudad refugio» siempre abierta.
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María y Van: un misterio de unión
Van vive tan unido a María que comienza su admirable Autobiografía, del mismo modo que su “hermana mayor”, Santa Teresita, en su Historia de un alma: con una oración a ella:
«El Corazón de María es verdaderamente un libro en el que se encuentra grabada claramente la vida de cada uno de sus hijos» (Aut. 5).
En el Corazón maternal de María es donde él aprendió a permanecer en la alegría, y sobre todo en “los misterios dolorosos” de su propia existencia marcada por la cruz.
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Vivía con la Virgen,
atraído por ella y ofreciéndose a ella
Desde su infancia, Van recibe la gracia de experimentar en la fe la presencia amorosa y la protección tierna de María. Su madre de la tierra es quien abre su corazón sensible a su Madre del Cielo. La belleza de María, que percibe bajo el velo de la naturaleza florecida del mes de mayo, le hace desear «ser una flor sin fruto para derramar mi fragancia ante el trono de María durante toda mi vida» (Aut. 38). En este ambiente Van hace su primera experiencia profunda de ofrenda de toda su vida a su Madre del Cielo:
«Todos mis buenos sentimientos y mis buenas intenciones, las amontonaba en el altar de mi Madre María, la miraba con ternura, esperando que me aceptara como el tierno capullo de una florecilla acariciada aún por la brisa del mundo. Pero temiendo que algún día acabara marchitándose, la ofrecí desde la niñez para que, gracias a la protección materna de María, mi alma pudiera seguir guardando siempre su frescura hasta el fin de mi vida. Desde aquel momento, he sentido en mi corazón una alegría desbordante. Tengo, pues, la certeza de que María me miró, regalando a mi alma una sonrisa misteriosa; y esta misma alegría es el testimonio del compromiso tomado por la Virgen de conservar en la flor de mi corazón una frescura permanente» (Aut. 39).
María le atrae con una mirada de ternura, con esa misteriosa sonrisa que Van recibió en la fe y que podría compararse con aquella otra sonrisa con que la Virgen curó a santa Teresita; le asegura su presencia y su protección; esposa del Espíritu Santo, pone en su corazón el don de una “alegría desbordante”; y con asombrosa cercanía, educa su corazón:
«Puedo decir que vivía con la Virgen, manteniéndome sin cesar junto a ella. Por eso me cubría con su protección materna, infundiéndome amor por la vida tranquila de los santos, impulsándome a que volviera sin cesar a ella, alejando de mi alma todo sentimiento de tristeza» (Aut. 73).
Esta educación en la intimidad de María se alimenta de manera privilegiada con el rezo fiel del Santo Rosario, que tanto lo llena de alegría.
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«María, mi Madre, siempre acudió a socorrerme»
Ante las primeras contradicciones que encuentra su corazón ardiente y sensible de niño, crece en él una confianza “ciega” en María, que le ama, le comprende y contesta favorablemente a sus peticiones:
«Siempre tenía confianza en la bondad de mi Madre del Cielo, y a diario iba a derramar mi corazón en el suyo. María entendió perfectamente mis sentimientos y me obsequió más allá de mis deseos» (Aut. 82).
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El Rosario, su arma invencible
Fortalecido por el amor maternal de su Madre del Cielo, Van puede sufrir ya las “tempestades” que van a arreciar contra su alma de niño en la triste casa parroquial de Huu-Bang, donde se queda a vivir con vistas a llegar a ser un día sacerdote. Tiene siete años. Sostenido por el arma del Rosario sufre los ataques del Adversario, quien, no pudiendo vencer a la Mujer, “se fue a hacer la guerra al resto de su descendencia, aquellos que observan los mandamientos de Dios y guardaban el testimonio de Jesús” (Ap 12, 17). Experimenta la potencia del Rosario rezado con el corazón, este instrumento escogido por María que asegura la victoria contra el Príncipe de este mundo en el combate:
«Me decía: “aunque tenga que sacrificar hasta las puntas de mis diez dedos, nunca dejará mi corazón de expresar su amor a la Virgen con el rezo del Rosario” […]. Gracias a esta práctica, María mi Madre ha acudido siempre a socorrerme, obligando al demonio a temerme, de modo que jamás ha conseguido vencerme. Más aún, ha recibido golpes imprevistos que han hecho fracasar sus astucias más secretas. De ahí que nunca haya habido tregua en el odio implacable del demonio conmigo» (Aut. 152).
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A menudo recurría a la Virgen
En el inmoral y espantoso ambiente de la Parroquia de Huu-Bang, su audacia se hace fuerte en proporción a su confianza y a su continua entrega en manos de María. Ella, que sabe lo que padece su hijo, lo apoya incondicionalmente:
«A menudo, no era fácil robar al párroco. Por eso normalmente, solía recurrir a la Virgen. Después de presentarme ante ella y exponerle todas las desgracias de mi vida, me acercaba al cepillo de las limosnas e intentaba extraer algunas monedas. De sorprenderme alguien, me habría acusado de robo; pero ante la Virgen era inocente, ya que con su permiso me atrevía a tomar ese dinero. Siempre me fue fácil extraer dinero del cepillo de la Virgen, siempre ocurría todo según mis deseos» (Aut. 182).
En otro momento se abandonará de nuevo a Ella para que le ayude a proporcionarse papel y tinta y así no ser expulsado de la escuela:
«Anegado en lágrimas, acudí a los pies de la Virgen, y con el corazón lleno de amargura le expliqué mi desgraciada suerte en comparación con la de otros muchos niños. Tras mi oración se presentó paulatinamente una idea en mi mente. Me acerqué al cepillo de la Virgen con el propósito de sacar algo. Nada más llegar, observé, asomando por la hendidura del cepillo, un billete de veinte céntimos. Era más que suficiente para comprar papel y tinta. Gracias a aquel billete pude aprobar el examen final de estudios primarios» (Aut. 183).
El amor maternal de María se convierte así en el refugio de su corazón de niño, que vive alejado de su familia, especialmente de su madre de la tierra, en un internado que para él se ha convertido en un doloroso exilio agravado por el despotismo del Padre Nha y las humillaciones a las que es sometido. En su nostalgia por el hogar familiar y por la ternura de su madre, buscará refugio en su Madre del Cielo, abandonándose enteramente a ella e implorando su socorro en todas sus desgracias.
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«Me abandonaba completamente
en manos de la Virgen»
Tras una novena a Nuestra Señora del Perpetuo Socorro, la Virgen le da un descanso. En su viaje muestra a la Virgen su profunda gratitud:
«Una vez subido al tren, suspiré largamente y me puse a cantar: “Madre, ¡cuánto te doy las gracias!» (Aut. 278).
María reina con ternura y fuerza en su corazón, entregándole él todas las necesidades de su día a día. Los sufrimientos que ha afrontado le han dejado experimentar la protección concreta de María. Hasta en las violentas palizas de su padre, al presentarse Van en su casa familiar, las suaviza ella:
«Mi padre era, él mismo, el verdugo. ¿Es que no había nadie que tuviera compasión de mí? Este abandono me llevaba a mirar al Cielo. Levanté mis ojos llenos de lágrimas hacia la estampa de la Virgen, la invoqué con la esperanza de que viniera en mi auxilio y me diera al menos suficiente valor para aguantar los golpes de caña de aquella noche. De hecho, tras levantar la mirada hacia esta buena Madre del Cielo, estos dolorosos acontecimientos se volverían fáciles de soportar… Mi padre me lanzaba golpes rápidos, pero cada uno de ellos daba en el marco del catre, que era más alto que la tela en donde me encontraba tumbado, de modo que no sentía ningún dolor» (Aut. 418).
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«La Virgen siempre me respondía»
Nada logrará que decaiga su decidida confianza en María, ni siquiera los pensamientos de desesperación del demonio, atormentándole con los castigos del infierno. Van reza a María con todo su corazón de niño y con una nobleza que desarma las “flechas incendiarias del Maligno” (Ef 6, 16):
«Mi vida, se mire por donde se mire, no es sino un sufrimiento perpetuo. Sin embargo, si tal es la voluntad de Dios para mí, lo acepto todo de buen grado. Y si algún día, por mi culpa, llego a fallar o a disgustar a Dios, y a merecer así su castigo eterno, te pido también que entonces me ayudes a aguantar eternamente ese castigo para glorificar la santa voluntad de Dios.
Pienso que el demonio temía muchísimo esta oración. Entonces, cuando me sentía turbado, siempre me disponía a repetir varias veces estas palabras, y la Virgen me respondía con un consuelo sobrenatural cuya fuerza misteriosa es indescriptible» (Aut. 435).
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«Supe arrojarme
en el Corazón de la Santísima Virgen»
Van es feliz en presencia de María, y con ella vive una íntima familiaridad con Jesús. Van será el cantor de la «total proximidad» del Cielo, de Dios y de María:
«Siempre que supe arrojarme en el Corazón de la Virgen, sentí que esta Madre me acercaba más a Jesús. Sí, sentí que Dios estaba junto a mí como la flor en el campo, el murmullo del viento en los pinos, el esplendor del alba, o el canto del pájaro resonando por todo el espacio» (Aut. 449-450).
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«Oh Madre, hago voto de guardar la virginidad
como tú»
Instruido por un sueño en el que contempla a los santos que guardaron la virginidad, Van descubre en María la fuente y el baluarte de esta belleza y pureza de vida. En obediencia amorosa a esta invitación divina, hace voto perpetuo de virginidad y la pone a los pies de María:
«Tenía la seguridad de que ahí en adelante la Virgen sería la guardiana de mi virginidad, puesto que había hecho el voto de castidad perpetua. En adelante mi vida será su vida, mis penas serán las suyas, y mi papel será de permanecer siempre refugiado bajo su manto inmaculado» (Aut. 463).
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El pequeño secretario de María
Como líder de los Ángeles de la resistencia, tropa scout formada por él para proteger a sus compañeros, Van hace de María su consejera táctica para remediar eficazmente el clima depravado de la casa rectoral de Huu Bang. Con su ayuda emprende una verdadera restauración moral de su miserable comunidad. ¡Intrépido atrevimiento para un chico de trece años! Firmará así las notas con que tratará de disuadir a las chicas que van por la Casa parroquial:
«El pequeño secretario de mi Madre María» (Aut. 516).
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«¡Oh Madre, ven a guiarme en mi nuevo camino!»
Ya fuera de la Parroquia de Hug Bang, en otoño de 1942, un acontecimiento, marcado por el sello inconfundible de María, cambiará su vida para siempre. Tiene catorce años. Van quiere ser santo, pero se encuentra paralizado por el concepto ascético que tiene de la santidad. ¿Habrá algún santo que lo ilumine y lo libere en el camino de su vocación a la santidad?:
«Me fui a arrojar al pie de la imagen de Nuestra Señora de Gracia, y le dirigí esta oración:
– Oh Madre querida, demuéstrame que eres verdaderamente mi madre. Te lo suplico, dame una señal que me permita comprender si el pensamiento que tortura mi corazón en este momento viene de Dios, o si viene del demonio que quiere molestarme. Deseo que atiendas mi oración. Permíteme que vuelva junto a ti mañana con la esperanza de recibir tus consejos y recobrar la paz”. Después, regresé a la sala de estudios. […] Tras reflexionar, decidí escoger la vida de un santo, eligiendo al azar la que me cayera en las manos. La leería, aun cuando ya la hubiera leído antes. Dicho y hecho.
Con los ojos bien cerrados, desordené con ambas manos todos los libros, y luego, agitando tres veces el brazo, dejé caer la mano en el montón de libros. Según lo acordado, aquel en que mi índice se pusiera firmemente, lo tomaría para leerlo. Mientras hacía estos ademanes, pronunciaba un tipo de fórmula mágica pidiendo a la Virgen que dirigiera mi mano sobre algún volumen que al menos fuera un poco interesante. ¡Ya está!… Abrí los ojos. No entendía lo que estaba pasando, y no sabía qué hacer. Acababa de colocar la mano en un libro que aún no había leído pero que había excluido por no contener nada extraordinario. Lo tomé y miré el título…» (Aut. 565-566-567).
Van acaba de recibir, de la misma mano de María la «Historia de un alma», de Santa Teresita del Niño Jesús. El «pequeño camino» de Teresita se convierte para Van, su «hermanito», en un «camino nuevo». Van agradece a María por responder a su oración:
«¡Oh! Madre, tu amor es realmente un amor infinito, y, al ver tanto amor, no sé qué palabras usar para expresarte mi gratitud, ni qué corazón ofrecerte que sea capaz de un amor que responda a tu Amor. Permiteme que venga a ti con mi pobre corazón y que lo ponga entre tus manos para que lo ofrezcas al Dios Trino. […] En adelante, oh Madre, guíame por mi nuevo camino; ven a enseñarme a amar a Dios perfectamente y a ofrecerme a Él con una total confianza» (Aut. 575-576).
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Van se pone en las manos de María
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A través de su mensajera, Teresita, María conduce a Van por los senderos de la confianza y de la pobreza ofrecida al amor desbordante de Dios. Como una hermana mayor, entra en su vida haciéndole llegar los propósitos del corazón maternal de María. Tiempo extraordinario de gracia y de alegría que no pasan desapercibidos a sus compañeros:
«En aquellos días la Virgen me mimó de manera muy evidente: muchos favores que la gente acababa de confiarme para presentárselos a la Virgen les eran inmediatamente concedidos, como si fuera un maravilloso milagro» (Aut. 634).
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«¡Oh Madre, sí quiero!»
Teresita invita a Van a confiar su vocación de consagrado a María. María le responderá con un sueño. San Alfonso María de Ligorio, fundador de los Redentoristas, viene a visitarle. Van ignora completamente todo sobre los Redentoristas y sobre san Alfonso, por eso cree ingenuamente que ha visto a la Virgen de los Dolores, vestida de negro:
«La belleza de su persona era tal que tenía el aspecto de un rayo de luz extremadamente dulce. A la vista de tal belleza, […] di un grito de alegría: “¡Oh, Virgen Santísima! ¡Qué bella eres!”. […] Era la primera vez que veía tal belleza en este mundo, una belleza que tenía la certeza de no volver a ver sino en el Cielo. […] Desde el fondo de mi corazón no cesaba de dar gritos de admiración: “Virgen Santísima, ¡qué bella eres! ¡Sí, qué extraordinariamente bella!”. Sin embargo, no me atrevía a preguntar a este personaje su identidad, porque a mi parecer, no había duda; sólo Nuestra Señora de los Siete Dolores podía vestirse toda así de negro. […] El personaje me hizo cariñosamente esta pregunta: “Hijo mío, ¿quieres?” Estaba sorprendido, y no entendía bien lo que me preguntaba, pero respondí espontáneamente: “¡Oh Madre! ¡Sí, quiero!”» (Aut. 662).
Le confirmará Teresita que el personaje del sueño era san Alfonso, mandado por María para invitar a Van a ingresar en su Congregación del Santísimo Redentor.
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«Oh Madre querida, me abandono enteramente a ti»
Los meses antes de su ingreso son difíciles. Calla la voz de Teresita. Debe salir de la casa parroquial de Quang-Uyên…, y una vez más no puede hacer otra cosa que abandonarse en su Madre María:
«¡Oh, Madre querida! He logrado atravesar una batalla terrible; he dado un difícil primer paso en el camino al que me llama Jesús. Pero, ¡oh Madre!, esta noche he sentido lo débil y lo al límite de sus fuerzas en que se encuentra mi alma. Ante el largo camino que me queda por recorrer, estoy sumamente triste de no sentir más que temor y disgusto. Ignoro si tendré el valor de continuar hasta el final, o si al menos conseguiré alguna victoria… ¡Oh Madre! ¡Cómo sufro en mi corazón! Sin embargo, ¡oh Madre querida!, me abandono enteramente a ti. Contigo me atrevo a afirmar que iré hasta el final, y que estoy decidido a triunfar… Hoy, bajo los tristes rayos del crepúsculo y con los ojos llenos de lágrimas, no sé qué decirte para agradecer la solicitud de tus cuidados. Pequeñísimo y enclenque como soy, no tengo más que mis heridas y mis lágrimas para ofrecerte como testimonio de amor y gratitud, a cambio de la protección que me has dado en este temible combate. ¡Oh María, Madre mía! Recibe mi corazón, y en adelante te ruego que nunca te alejes de mí, pues en tu mirada se halla la fuerza que me conducirá a la victoria. Aún eres, ¡oh Madre!, mi baluarte de protección, el remedio a mis heridas y la enfermera cuyas manos están siempre disponibles para curar las llagas de mi corazón y secar sus lágrimas. ¡Oh María! No puedo sino mantener siempre la mirada fija en ti, y confiarme a tu protección» (Aut. 702).
La Virgen será su confidente en las horas de gran soledad y de abandono, la Madre llena de bondad y de solicitud por la que llegará la victoria en el combate.
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«Recostado en el Corazón
de nuestra Santísima Madre, María»
Ya en los Redentoristas, el que ahora es el hermano Marcelo, el día de sus votos temporales mira hacia el amor eterno que vivirá con Jesús en el Cielo «recostado en el Corazón de nuestra Santísima Madre María»:
«Jesús, te tengo estrechamente abrazado, y jamás te soltaré… Este día de nuestros esponsales es un verdadero día de paraíso, y tengo la certeza de que me será concedido vivirlo de nuevo un día en las sagradas moradas del Cielo. Mientras espero este dichoso momento, oh Jesús, hermano mío, te suplico que por ninguna razón permitas que mi amor se aleje de tu Amor ni se enfríe en contacto con esta vida atormentada. Es una firme decisión en mí, pero necesito tu ayuda para seguirte sin fallar por el camino sembrado de espinas que lleva a la eternidad. Y allí, recostado sobre el Corazón de nuestra Santísima Madre María, disfrutaremos juntos el gozo de amarnos como hoy» (Aut. 864).
María es, con el Espíritu Santo, la educadora y consejera de estas nupcias.
Al final de su vida, como lo hizo otro hijo muy querido de María, san Maximiliano-María Kolbe, Van suscitará la admiración de un joven pagano de su campo de concentración: «Un ánimo tan firme en un joven como el Hermano Marcelo constituye el testimonio de la vitalidad extraordinaria del espíritu católico» (Biografía de Van, de los Padres Joseph Laplante y Denis Paquette).
Fuerza de ánimo de un hijo de María establecido en el Corazón de su Madre todopoderosa, de un hijo de María que habiendo aprendido a hacer de su vida un “Fiat” continuo a semejanza de aquella que desde el alegre “Fiat” de la Anunciación, hasta el “Fiat” glorioso de su Asunción, supo pronunciar en el silencio de su Corazón Inmaculado el “Fiat” doloroso y universalmente fecundo del Gólgota.
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Virgen del Perpetuo Socorro,
venerada en la Congregación del Santísimo Redentor
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