Madre de las almas

Mi alma es madre

En sus escritos Van suele decir a menudo que su alma es madre. Decir «Mi alma es madre» indica a la vez que el sujeto («mi alma») se descentra de sí mismo, y al mismo tiempo que la relación y la función que conlleva tiene su origen último en otro. Y esto conviene plenamente a una relación que se expresa en forma femenina: la maternidad. En efecto, lo propio de la madre es mostrar que ella no es el origen de la vida que lleva: su papel fundamental es acogerla para alimentarla y hacerla crecer. La maternidad de la que se aquí trata es algo que Van deja irrumpir en un primer momento en él, por la gracia de Dios, pero que después requiere su colaboración más personal. 

A nivel biológico, ahora sabemos que al traer exactamente la mitad de la herencia biológica del niño, la madre, es para él su origen (relativo), tanto como el padre. El progreso de la ciencia biológica nos ha permitido fundar mejor la  igualdad del hombre y de la mujer, pero esto no deja desprovisto de sentido el conocimiento empírico que han tenido la mayoría de las generaciones hasta hoy (el hombre parece ser el origen de la vida trasmitida, siendo el papel de la mujer el de acoger). Es algo parecido al hecho de que saber que Dios no está más arriba que abajo, no hace vana la simbología de lo alto y de lo bajo en la representación de nuestras relaciones con Dios.

Más allá de la maternidad biológica

La Maternidad de la Virgen María

Van pudo percibir muy pronto que la palabra “madre” no designaba sencillamente, de manera unívoca, la que le había llevado en su seno. Aun cuando el amor por su madre no fuera «un amor común» (Aut.10),  y aunque se pudiera hablar sin duda en su caso de un apego excesivo a su madre (Aut.10-15), Van pudo darse cuenta muy pronto que esta última no tiene el monopolio de las características maternas. A propósito de esto, cuenta una experiencia de gran alcance simbólico, que impresionó su primera infancia y manifiesta al mismo tiempo la calidad espiritual de su madre:

«En cuanto supe hablar bien, mi madre me enseñó una oración corta que me hacía repetir antes de darme cualquier alimento. Me obligaba a arrodillarme sobre sus mismas rodillas, a juntar las manos y a decir, con la cabeza dirigida hacia la imagen  de María: “Santísima Virgen, dame un poco el pecho, o dame un poco de comer”, según comía o tomaba el pecho. Y cuando había acabado, me dirigía de la misma manera a María diciéndole: “Santísima Virgen, gracias por haberme saciado…” Esta costumbre contribuyó a que yo fuera más feliz, de manera que muchas veces repetía yo estas palabras aunque mi madre no me diera de comer» (Aut. 11-12).

De este modo podía abrirse en su espíritu, aunque todavía de manera intuitiva, el espacio a la analogía de la maternidad. Así, al encontrar su fundamento vital, empezaba para él el necesario desapego de su madre, o dicho de otra manera la purificación de su apego a su madre. Habrá en su vida muchas circunstancias que favorecerán este proceso de maduración.

Tía Khanh, su segunda madre

Desde sus cuatro años, lo mandan alrededor de dos años a casa de su tía Khanh.  Escribirá más tarde a esta:

«Sí querida tía, es usted mi segunda mamá» (Cor. Carta a su tía Khanh, del 3 de mayo de 1947).

Y también:

«A menudo tengo  el recuerdo del amor materno que me manifestó» (Cor. Carta a Ana Nguyèn thi Khan, del 2 de mayo de  1947).

Claro que estas experiencias no tienen necesariamente en el acto un carácter reflexivo, pero sí constituyen sin embargo la base vivida de la reflexión que hará Van más tarde en sus Cartas y en su Autobiografía. Es impresionante ver como  para quien la dulzura y la ternura de una madre eran tan  importante, fue enfrentado tan pequeño a la violencia y al sufrimiento (particularmente durante su estancia en Huu-Bang, desde los siete hasta los doce años).

La señora Sau

Es impresionante también comprobar que en estas circunstancia Van no se endureció para aprender a prescindir del amor materno, sino que al contrario siguió valorando cada vez más esta forma de amor. Es seguro que su relación con la Virgen desempeño aquí  un papel fundamental. Una carta fechada en finales de su noviciado y dirigida a la señora San a quien llama su “madre adoptiva” es particularmente elocuente. Ella fue quien en 1937 le acogió en su casa y quien se encargó de cuidarle durante seis meses tras la luxación de rodilla que sufrió en la parroquia de Huu-Bang (cfr. Aut.  84).

Van recibe el amor maternal a través de distintas experiencias

A través de distintas experiencias Van realiza, de manera pasiva, la experiencia de la maternidad como una forma particular del amor caracterizado por la dulzura, la ternura, la abnegación y la compasión. Para él, estas características “maternas” no se reservan de manera exclusiva a las mujeres.

La gracia de la Navidad le prepara para su misión:
ser «madre de las almas»

Por su gracia de Navidad, Dios concedió a Van poder “comprender que el sufrimiento es su santa voluntad, es el regalo del Amor” (Aut. 437-438). Pero no le es dado sólo entender, sino vivirlo:

«Una inmensa alegría se apoderó por completo de mi alma; estoy fuera de mí, como si hubiera encontrado el tesoro más valioso nunca hallado en mi vida… ¡Qué felicidad! ¡Y qué deleite! En ese momento ¿por qué me parecían tan bellos mis sufrimientos? Imposible decirlo, imposible describir esta belleza comparándola con alguna belleza terrenal. Lo único que puedo decir, es que Dios me ha dado un tesoro, el regalo más valioso del Amor.En un instante, mi alma fue transformada del todo. Ya no le temía al sufrimiento, al contrario, me regocijaba y me complacía en encontrar oportunidades para sufrir. Mi bandera de conquista ondeará en adelante sobre la colina del Amor. Dios me ha confiado una misión: la de cambiar el sufrimiento en gozo. No suprimo el sufrimiento, sino que lo cambio en gozo. Sacando su fuerza del Amor, en adelante mi vida ya no será sino fuente de gozo» (Aut. 438-439).

Tanto en Van como en Teresita, la gracia de Navidad desemboca en la maternidad espiritual. Teresita reúne en la continuidad de un mismo relato su “gracia de Navidad (25 de diciembre de 1886) y el episodio en el que llega a ser “madre de su primer hijo”, el criminal Pranzini (guillotinado el 31 de agosto de 1887).

Van, por su parte, concluye el relato de su gracia de Navidad con estas palabras:

«Desde este momento, entré en otra etapa de mi vida. El camino por recorrer es todavía largo y aunque no estoy al final  de mis sufrimientos, mi alma ha sido transformada al entrar en este periodo lleno de luz, de belleza y suavidad. De nuevo, de una manera espontánea, en el fondo de mi corazón veo de nuevo surgir, como en los días de mi niñez, magníficos sueños, sueños que, desgraciadamente, se habían esfumado durante los tenebrosos días por los que acababa de pasar» (Aut. 441-442).

Van experimenta la sed de Jesús por las almas
contemplando sus lágrimas

El 17 de octubre de 1944, Van es admitido como postulante redentorista en el convento de Hanói. Hacia el final de este año de postulantado es cuando (“una noche del mes de junio de 1945”), Van vive una experiencia análoga a la de Teresita, quien “al pie de la cruz”, se sentía a la vez “consumida por la sed de las almas” y “llamada a dar de beber a su Bien Amado”. Ambas experiencias tienen esto en común: se originan en la contemplación  del infinito don de sí de Jesús, por un lado, y, por otro, de la incomprensión  con  que  choca este amor, para llegar a un intenso deseo de consolarle y de colaborar con él en la salvación de las almas.

En Van, este desconocimiento cobra la forma del rechazo, del desprecio, y de la violencia contra Jesús:

«Poco tiempo después, oí de repente un ruido lejano. Jesús fijó en seguida su dulce mirada por  delante, y haciendo un ademán en esa dirección, me dijo: “Hijo mío, ves esta muchedumbre que se adelanta hacia mí llena de indignación”. Eché una rápida mirada, y ¡oh, Dios mío! Distinguí una multitud inmensa compuesta de gente de todas condiciones: niños, adultos, hombres y mujeres que avanzaban con una cara amenazadora, llevando cada uno sobre la frente una misma señal. Mientras caminaban, daban gritos espantosos. Y al pasar delante de Jesús, le insultaban, levantando  el pie y la mano contra El de manera arrogante, y blasfemaban su santo Nombre. Luego, unos con palos, otros cogiendo piedras, las tiraban con violencia contra el cuerpo divino de Jesús» (Aut. 837-838).

Mientras que a Teresita le conmueve la sed de Jesús y la hace suya para colaborar con El en la salvación de las almas, a Van le conmueven las lágrimas de Jesús, que vienen a ser suyas, y se ve  invitado a colaborar en la misma obra:

«Al verles persistir en su actitud de loca arrogancia Jesús tuvo piedad de ellos y dejó correr una a una sus lágrimas sobre su pecho. Al ver sus lágrimas, las mías aumentaron, y sentí en el corazón un dolor capaz de matarme […]. Jesús […] me dijo: “¡Oh, hijo mío, reza mucho e imponte numerosos sacrificios por toda esa gente infeliz! ¡Son muy dignos de piedad! ¡Sí, muy dignos de piedad!… Sálvalos en unión conmigo”» (Aut. 839).

Hablando de esta experiencia, afirma Van:

«Desde el día en que Jesús se me apareció, su estado doloroso me animó aún más a pensar sin cesar en los pecadores» (Aut. 842).

Teresita tiene un testimonio análogo después del relato del episodio de Pranzini: «¡Ah! Desde esta gracia única, mi deseo de salvar las almas fue creciendo cada día».

Jesús le revela su vocación de ser
«madre de almas»

En un coloquio fechado simplemente así: “antes del 7 de octubre de 1945”, pero sin duda posterior al principio del noviciado, se encuentra la primera revelación explícita a Van de su misión de maternidad espiritual. Jesús se dirige a Van diciendo:

«Pequeñísima esposa de mi amor, ¿quieres conducir a mi amor un gran número de almas? No te olvides de que será a costa de grandes sufrimientos. Te elegí para ser la madre de las almas; ahora bien…es  a fuerza de sufrimientos que  la madre consigue hacer de sus hijos personas de valor…» (Col. 5).

Un segundo texto, fechado en el 26 de octubre de 1945, nos permite continuar esta reflexión:

«Pequeño apóstol de mi amor, nada me parte tanto el corazón como el ver que se pierde la confianza en mí. Ante esta situación, debo retirarme hacia las pequeñas almas, y una vez  instalado en ellas, las reconozco como mis esposas, las tomo a mi servicio y las concedo la dignidad de “madre de las almas” que quiero salvar. Yo las regalo signos de amor, hasta les hago conocer mi desdichada suerte… ¡Oh amiguito mío!, También encuentro en estas almas, en distintas ocasiones, muchos consuelos» (Col. 27).

El tercer texto está fechado el 2 de noviembre de 1945. Tiene que ver con la incomprensión que sufre Van por parte de sus hermanos religiosos. Le dice Jesús:

«Mi pequeño apóstol, que esto no te entristezca. Reconoce que lo que piensan y dicen de ti es muy exacto; pues en realidad, dado que debes cumplir la función de madre de las almas, tienes que retirarte a tu habitación para escribir las palabras que les dirige tu Queridísimo… No llores. Lo que piensan de ti no te impide amarme. Exteriormente, debo ocultar la belleza de la flor ante los ojos del mundo, pues si el mundo conociera su belleza, ¿qué brillo seguiría teniendo a mis ojos?… Sí, debo de momento mantenerla oculta; solo más tarde la enseñaré al mundo para que la conozca y la desee. Así atraerá a mí un mayor número de almas…» (Col. 48).

En el texto siguiente, del 26 de diciembre de 1945, el papel de maternidad espiritual que se expresaba con términos de “llevar” o “atraer” las almas a Jesús es formulado de otra manera: se trata de “acudir en ayuda” de las almas:

«Si te dejara siempre en la alegría, prodigando a tu corazón signos de ternura, acabarías seguramente prestando poca atención a estos favores. Si comieras  continuamente dulces, la costumbre te haría hasta olvidar su dulzura. ¿No es eso verdad, mi pequeño Marcelo? Además, dado que eres “madre de las almas” necesitas leche espiritual para alimentar a tus hijos. Así pues te propongo un método que te permita producir mucha de esa  leche espiritual y de añadir en ella sustancias tonificantes. Este método consiste en comer todo lo amargo que te presente. Si tienes  el valor de imponerte este sacrificio, en el futuro tus hijos serán mucho más fuertes y robustos. ¿Has entendido, Marcelo? Estoy seguro de que no has entendido claramente; por lo menos entiendes que es a costa de mucha amargura y de muchos sufrimientos como podrás ayudar a un gran número de almas» (Col. 190).

Ser «madre de las almas»
por la oración y el sacrificio

Las oraciones, y los sacrificios, son provisiones que se van acumulando para los apóstoles de María, que tendrán que luchar; son una oportunidad de producir una buena leche para nutrir a los hijos espirituales de Van (cfr. Col. 190). Porque Jesús ha escogido a Van «para ser la madre de las almas; y es a fuerza de sufrimientos que la madre consigue hacer de sus hijos personas de valía» (Col. 5). Del mismo modo que una madre debe conducir al niño hacia su padre, igualmente Van tiene misión de conducir a Jesús un gran número de almas:

«Como tu función es la de madre de las almas, debes retirarte a tu cuarto para escribir las palabras que les dirige tu Amado […]. Debes esconder la belleza de la flor a los ojos del mundo, pues si el mundo conociese tu belleza, ¿qué brillo tendría a mis ojos?… Sí, debo por el momento guardarla escondida; más tarde se la haré ver al mundo para que la conozca y la desee… De este modo atraerá a mí el mayor número de almas» (Col. 48).

Atraer a mí el mayor número de almas

Para profundizar:

Mi alma es madre, Padre Jules Mimeault, Amis de Van Éditions.